martes, 2 de abril de 2013

Fray Antón de Villacastín

Fray Antonio de Villacastín (Villacastín, Segovia, 1512-El Escorial, 1603), fue un maestro asentador de ladrillos, fraile jerónimo y Obrero Principal durante toda la obra de construcción del Monasterio de San Lorenzo El Real de El Escorial. Podemos encontrar notas en su biografía que lo califican como aparejador, y no están exentas de razón, aunque, en su momento, su figura no se titulaba exactamente así. Podemos decir que fue una persona ejemplar, en su profesionalidad, en su dedicación al trabajo, en su discreción, en su talento y en su sabiduría.
Su personalidad, y la ejemplaridad de su vida y del desarrollo del trabajo de constructor son algunas de las claves para entender la construcción del edificio más importante de España.
Fray Antonio de Villacastín nació en la el pueblo segoviano del que, conforme al estilo de la Orden de San Jerónimo, tomo el nombre, allá por el año de 1512, según sabemos, de padres honrados, ni pobre, ni ricos. Quedó, sin embargo huérfano de niño, junto a una hermana menor y un hermano bastardo, quedando los tres al cargo de un tío suyo, de quien aprendió a las primeras letras. Pero después de tres o cuatro años viviendo en casa de este pariente, se sentía mayor tanto como para intentar vivir por su cuenta por un lado y para darse cuenta de que de su tío ya no podía aprender nada más, ni siquiera un oficio. Lo hizo de la siguiente manera: un día que su tío lo había enviado con un real y un jarro para que comprase vino, tras haber hecho el recado y de regreso se encontró con su hermanita y le dijo:

Toma este jarro y estos menudos y llévalos a casa, porque yo me parto a otro mandado.
 

Villacastín, mostrando unas trazas a Felipe II


Y así  partió de Villacastín, para no volver más,  y en el camino que emprendió hasta su próxima residencia le pasaron algunos hechos, de los pocos que sabemos de su vida, que os voy a contar aquí.
Anduvo adelante, y en su camino, pasando por el campo de Azálvaro, —un pintoresco paraje en las estribaciones de la sierra de Guadarrama, entre las provincias de Avila, Segovia y Madrid—, encontró a un arriero que daba descanso a unas bestias, al que ayudó a sujetar los animales, y éste le pagó con pan y bebida. En Navalperal, se encontró en un mesón con el lacayo de un caballero que iba de camino a Toledo a llevar unas cartas, dióle éste de cenar aquella noche, y a la mañana siguiente se partieron juntos, y caminaron de manera que aquella misma noche aunque tarde llegaron a Toledo.

Yo he intentado averiguar si esto es posible, y de Navalperal de Pinares, provincia de Ávila, que entiendo que es el lugar al que se refiere fray José, a Toledo hay más de cien kilómetros, por las carreteras actuales, pasando por Cebreros, Puente Nuevo y Rielves, distancia que bien se puede cubrir en una jornada por una persona joven —Antón debía de tener en aquellas fecha alrededor de dieciéis años— aunque esto supone andar desde el alba hasta bien entrada la noche, y a buen paso. Personalmente, después de haber sido muy aficionado al montañismo y a lo que hoy día se conoce como orientación o senderismo, y de haber realizado caminatas de cincuenta kilómetros en un día y más, con descansos por supuesto, pienso que esto aunque difícil, no es imposible, por tanto demos por cierto este hecho, y sigamos con lo que conocemos de la adolescencia de Antón, y de su llegada a Toledo esa noche, como digo, ya muy entrada.
Tan cansado debía de estar de esta gran caminata Antón y su acompañante, que se echaron a dormir bajo una mesas —unos puestos— de aquellas vendedoras de Zocodover, la plaza toledana cuyo nombre en árabe significa mercado de las bestias, y en la que se celebraba una feria semanal por privilegio de Enrique IV desde el año 1465, conocida como el martes, y en dónde a la mañana siguiente, aun se les podía ver durmiendo, al menos a Antón, a quien un buen hombre le despertó preguntando si no tenia casa ni oficio. Aquél hombre, del que no tenemos noticia de su nombre, era un maestro albañil, quien lo tomó a su cargo y le enseño, no sólo el oficio de asentar ladrillo y azulejos, que a lo que parece era el suyo, sino muchos más secretos del arte de la construcción.
Los años siguientes vivió en casa de aquel hombre, que fue para Antón además de un maestro un padre, pues vivía en su casa como uno más de sus hijos. Antón trabajaba los días de labor y los días de fiesta no salía, quedando siempre recogido en casa, estudiando los papeles de las trazas de su maestro, trazas de lazos y compartimentos de los que se usaban en el enladrillado y azulejos de aquél tiempo. Nunca pues Antón supo lo que era jugar, ni lo que eran otras travesuras ni liviandades ni aun suciedades de mozos en aquél tiempo, que a la postre le sería tan provechoso. Antón se contentaba con tener dónde vivir, qué comer y qué vestir, además de aprender aquellas artes de constructor que tanto le interesaban.
Murió su maestro, y se fue a vivir con uno de sus hijos, al cual tenía mas apego, que se había casado y establecido, y aun siendo conocedor del oficio y muy largo oficial, aceptó vivir y trabajar con él en las mismas condiciones que con su padre, por el techo y la comida.
Sin embargo, —no sabemos cuánto tiempo vivió en esta casa, aunque yo presumo que no mucho— decidió tomar estado, y no teniendo ningún interés en tomar el de casado, se inclinó por la religión, y pedir que le admitieran en algún convento para servir a Dios como mejor le mandasen.
Tenía entonces Antón unos 28 años, y como conocía algunos monasterios de haber trabajado en ellos como oficial, decidió preguntar si podrían admitirle. En primer lugar se dirigió a San Francisco, en donde le dijeron que tenían ya muchos frailes. Luego fue a la casa de la Sisla, y allí, un fraile que le conocía, dijo que le recibirían bien. Se fue entonces Antón en busca de su hermano a quien no quiso decir la verdad de sus intenciones, ya que le dijo que había recibido un escrito que le reclamaba en su tierra, y le pidió dinero para regresar. Antón no quería presentarse en el monasterio desnudo y sin blanca. Aquel hombre, que había enviudado recientemente, no disponía de dinero ya así se lo dijo, ya que todo se le había ido en el entierro y otros embarazos, pero le ofreció las joyas de su viuda para que las empeñaran, a lo que Antón respondió:
 
Nunca Dios quiera que yo haga eso; tantos años ha que estamos en compañía y nunca os he sido molesto, y ahora habíais de empeñar las joyas que tanto queréis; dadme lo que tengáis en la bolsa, que eso bastará para mi jornada.
 
Tomó Antón el dinero de la bolsa y lo partió tomando la mitad para sí y dejando a su buen compañero la otra mitad, diciendo: esto me basta.
Diéronle el hábito en el monasterio de la Sisla no para hermano lego, sino para corista, cargo que eligió el propio Antón porque decía que si acaso algún Prior no le ocupase en ningún oficio, pudiese servir de algo estando cantando en el coro. De esta forma Antón aborrecia la ociosidad. Así entró fray Antonio de Villacastín en la Orden de San Jerónimo, en el año de 1539, cerca de la fiesta de Nuestra Señora de marzo, que es la Anunciación, siendo General de la Orden el Padre fray Pedro de la Vega. Ese mismo año, y a los escasos dos meses murió Isabel de Portugal, el 1º de mayo, y el emperador Carlos V, se retiró apenado al Monasterio de la Sisla durante unos días, aunque siendo apenas un novicio y conociendo su modestia y timidez, dudo mucho que nuestro fray Antonio tuviese algún contacto con el César.
La conducta de Fray Antonio estuvo siempre marcada por la modestia, la sobriedad la prudencia y la obediencia. Nunca comía ni bebía fuera de las horas de la Comunidad, siempre era puntual en el refectorio, al que si alguna vez iba tarde, por sus múltiples ocupaciones ya que siguió ejerciendo su oficio de constructor, se iba a comer a la enfermería adonde pedía unos huevos, pero si veía que esto podía molestar al enfermero se iba a su celda sin cenar, y esta actitud la mantuvo durante toda su vida, aun siendo cuando ostentaba el cargo tan importante que después tuvo. Todos los días de su vida acudió a misa del alba, más los días de fiesta en los que ayudaba a varias misas, tras las cuales se iba al coro.

Durante el tiempo que profesó en la Sisla hizo muchas obras en el propio monasterio, así como en el monasterio de monjas de San Pablo. Fray José recalca en este punto de una manera que nos obliga a leer entre líneas —aunque no tanto— que fray Antonio no tuvo que ver con ninguna monja o novicia, cosa de mucho mérito y valor, por lo que deduzco que la de fray Antonio no era una conducta habitual por aquél entonces. No sé si la castidad ha sido una virtud necesaria, pero desde luego nunca ha sido bien entendida. Trabajo además de cómo albañil, como hornero y como portero, y antes de ir al Escorial, vivió durante algun tiempo en el monasterio de la Luz. Como predestinado a estar cerca de los reyes, recibió también el encargo de trabajar en los aposentos y celda de Carlos V en Yuste.
Pero el periodo que marcó su vida y su fama fue el que pasó al cargo de las obras de El Escorial, el monumento que el hombre más poderoso de la Tierra quiso hacer a semejanza del Templo de Salomón, y que con trazas del propio Rey y Juan Bautista de Toledo —Juan de Herrera sucedió a Toledo en 1567 tras su muerte— se construyó en las faldas del monte Abantos, en la sierra de Guadarrama, entre los años 1563 y 1584, para conmemorar la victoria sobre el rey francés Enrique II en San Quintín el día de San Lorenzo de 1557. El Monasterio de El Escorial es un conjunto edificatorio compuesto de palacio, monasterio, basílica, museo y biblioteca, que es quizás el mejor exponente de la arquitectura civil española, declarado por la UNESCO Patrimonio de la Hunamidad el 2 de noviembre de 1984, y del que Miguel de Unamuno dijó el día que lo visitó por primera vez: “es un lugar que no debería haber español alguno españolizante esto es, dotado de conciencia histórica de su españolidad que no lo visitase alguna vez en la vida, como los piadosos musulmanes La Meca”.
En 1562 su fama de buen constructor había llegado hasta la corte de Felipe II, y teniendo en cuenta la importancia que el Monarca dio al la construcción del Monasterio, se hizo llegar al convento de Fray Antonio una Real Orden, para que se incorporase a las obras en calidad de Obrero Mayor —un cargo que suponía que por encima de él sólo tendría al Arquitecto o Maestro Mayor, y a su cargo a los aparejadores de los distintos oficios y el resto del personal obrero, es decir, lo que actualmente podríamos asimilar a Jefe de Obra—. No hubo duda en el convento tanto de lo apropiado del nombarmiento como de lo que debía hacer Fray Antonio, que se incorporó a la fábrica en julio de ese mismo año. Las obras dieron comienzo oficialmente en abril de 1563.
A partir de su incorporación a la Real Obra, su vida se liga al Monasterio hasta su muerte. Dirigió las obras durante los veintiún años que estas duraron, trabajando bajo las ordenes de Juan Bautista de Toledo y de Juan de Herrera, los dos arquitectos del Monasterio quienes pusieron en él toda su confianza, reconociendo siempre su importante labor. Asimismo el Rey tenía en él toda su confianza, de forma que muchas veces llegó a decir que no se hiciese nada sin que Fray Antonio lo supervisase, el, sin embargo nunca alardeó de ello, se dedicó a su trabajo siempre con humildad y nunca busco los favores del Rey. Tanto los dos arquitectos y maestros mayores de la obra, como todos los aparejadores que sirvieron a sus órdenes, —y que fueron entre otros Lucas Escalante, Juan de Minjares, Diego de Alcántara, Francisco de Mora o Pedro de Tolosa— lo tuvieron en gran consideración y respeto. Como ejemplo baste la mencionar la relación del Rey que llegó a decir que quería que el propio Herrera comunicase con Fray Antonio siempre sus decisiones.
Afortunadamente conocemos mas detalles de esta etapa de la vida de Fray Antonio de Villacastín, ejemplo a seguir por los constructores actuales  y futuros, en su entereza, su sencillez, en su talento  y en su aplicación en el trabajo, hasta casi el final de su vida. Sin embargo, de todas las anécdotas, mi preferida y la que creo que resume el carácter de este segoviano ilustre, es la que tuvo lugar el día del comienzo oficial de las obras del Monasterio, cuando el 23 de abril de 1563, tenía lugar la ceremonia de la colocación de la primera piedra del edificio y que estaba preparada con estas inscripciones: DEVS O.M. OPERI ASPICIAT (en su cara superior), FILIPVS II. HISPANIARUM REX, A FUNDAMENTUS EREXIT M.D.LXIII. (en una de sus caras) y IOAM. BAPTISTA ARCHITECTVS IX.KAL.MAII. (en la otra). Habiendo una gran presencia de personalidades y frailes, cuando el Vicario y el Arquitecto Juan Bautista de Toledo mandaron llamar a Fray Antonio, para que estuviera presente en el acto, el respondió, según nos cuenta Fray José de Sigüenza, con entereza, pronunciando una frase a la que no cabe añadir más comentario:
 
 —Asienten ellos la primera piedra, que yo para la postrera me guardo.

Cierta vez que las obras iban lentas, mandó preguntar a Fray Antonio la solución, a lo que este respondió, refiriéndose al necesario aumento de los recursos humanos, que el monarca atendión:
 
¡Su majestad quiere ver hecha pronto la iglesia, traiga muchos cabos!
 
En cierta ocasión Felipe II, mudando de pensamiento, determinó doblar el número de religiosos, como quiera que los cimientos estaban llegando ya a la altura de la planta baja, el tema fue un grave apuro, y ocasionó múltiples propuestas y proyectos, así como diversos conflictos de opiniones y pareceres, hasta que fue consultado Fray Antonio:
 
Sin mudar planta del edificio, se levantare otro tanto más, pues los cimientos que estaban sacados lo sufrían, y, doblándolo todo habría para cien religiosos donde no cabían sino cincuenta. Correría la cornisa de toda la casa alrededor de un nivel; vendrían todas las aguas y tejados iguales; las fachadas serían más hermosas, y todo el edificio cobraría doblada majestad y grandeza.
 
Toda una lección de arquitectura que satisfizo a todos, incluso el propio Juan Bautista de Toledo, que aún era el arquitecto de la obra, no objetó nada. En otra ocasión Preguntó un día el Rey a su arquitecto Juan de Herrera que le parecía que le costaría una cierta fábrica, quien echando un juicio, como dicen, a montón, respondió:
 
millón y medio.
 
Y aun pensó que decía poco. Como quiera que le pareciera una suma muy alta mandó consultar a Fray Antonio, de lo que nos cuenta su amigo y biógrafo Fray José de Sigüenza:

Mirando atentamente los diez estajos y partidas, considerando la cantidad y las piezas, por la experiencia grande que tenía de atrás y conocer la piedra y entender la labor, halló que no llegaba a la suma de seiscientos mil ducados; pareciole poca esta suma, imaginó que se engañaba en el tanteo, porque lo hacía sin pluma, con sólo el discurso de su cabeza, estando en la cama enfermo (que tan capaz la tiene para esto y para más); tornó poco a poco a dar vuelta por todo, y aunque  le parecía que   en algunos particulares se alargaba, no pudo pasarlo de seiscientos mil ducados; quedó tan  cierto de su resolución y de su juicio, que no dudó de certificádselo al Rey, que le dio mucho contento, no porque en el ánimo real había alguna escasez o porque le espantara la costa, sino por la inmurmuración  de su reino, que tan indiscretamente hablaba de esta fábrica; de lo uno y de lo otro diremos en otra parte más largo.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
San Lorenzo de El Escorial.
 
En toda la biografía de fray Antonio sólo encontramos momentos de trabajo, recogimiento, cordura y sabiduría, y por esto tanto sorprendió a todos la siguiente ocurrencia del fraile, para festejar y realzar la fiesta con la que dio comienzo la construcción de la iglesia. Cuando se habían de poner las  primeras piedras, de dónde nacerían las columnas, paredes y pilastras, fray Antonio había de secreto preparado algo que nadie olvidaría. Todos los trabajadores de la fábrica (estajeros, maestros, sobrestantes, peones, etc.) que rondaban el millar, hicieron un hermoso alarde y zuiza, pues todos con disfraces aparecieron en el tajo en majestuosa procesión o desfile, parecía un extraño ejército que hubiese cambiado las picas, lanzas y arcabuces por picos, escodas y batideras. Carrozas tiradas por bueyes, y la que transportaba la piedra principal especialmente aderezada con flores y hiedra. En un carro una figura humana representaba a San Pedro, con una gran llave en la mano, en otro San Lorenzo, en un tercer carro cuatro figuras que representaban las cuatro virtudes cardinales que representaban al Fundador: prudente, templado, fuerte y justo, siendo la virtud que encabezaba el grupo la justicia, con una espada desnuda en la mano. En otro carro tres mujeres representaban a las tres Marías, y que fray Antonio explicó que representaban a las mujeres que iban a buscar a Nuestro Señor en el Sepulcro, como las almas pías que habrían de buscar en el templo que se iba a construir a Nuestro Señor. Toda la comitiva cantaba loores a la Virgen y a Nuestro Señor, en coplas armonizadas  —fray Antonio era corista—. Tras asentar las primeras piedras entre tal fiesta, se hicieron danzas, no obstante estas se asentaron correctamente, con sus líneas y niveles. Para fin de fiesta se reservó un bravo novillo, que a los más valientes les hizo medir el suelo entre la algarabía de todos, aunque nadie salió mal herido. Esto fue el día de Santo Tomás de Aquino del año 1575, y a todos les divirtió y pareció bien, aunque les causara sorpresa que un religioso tan santo y tan poco amigo de las invenciones hiciera aquella. Al poco de esta fiesta —quizás enterado de ella y pensando encontrar otra, aunque eso no es lo que nos dice la historia— visitó El Escorial Don Juan de Austria.
En cualquier caso, el trabajo de fray Antonio de Villacastín en El Escorial, fue tan importante como el que más, no se entiende sin el genio de Juan de Herrera, pero tampoco sin el trabajo del fraile:

Fue el consejo de fray Antonio tan acertado y la traza de Juan de Herrera tan buena, que dentro de un año subió por igual la fábrica de la iglesia en el contorno de treinta pies en alto, que es al suelo del coro y claustro alto.
  
Es decir, que aunque sirva en el lenguaje común la comparación de El Escorial con una obra interminable, en algunos casos se lograban progresos importantes. Uno de ellos es el que la piedra se labrase en la cantera y no en el tajo, mérito e invención de Juan de Herrera, al que —todo hay que decirlo— fray Antonio se opuso de entrada, por no se hombre que gustase de experimentos, el arquitecto sí, y de muchos tipos. Sin embargo su organización en la obra era admirable: 

...en asentándose las jambas, ya tenía prevenidas las rejas o el parapeto; en llegando la froga y la pared a su altura, ya estaba la madera labrada. 

Fray Antonio tenía en la obra algo que podría compararse con la actual caseta del Jefe de Obra, que el llamaba la celdilla de la obra. Los miles de obreros, arquitectos, aparejadores y trabajadores de todo tipo que hicieron posible El Escorial, siempre le tuvieron en gran estima, de forma que no sólo resolvía los problemas propios de la obra, ya que todo el tiempo recibía en su celdilla consultas sobre trazas o aparejos, sino que también resolvía pleitos y asuntos, siendo su sabio juicio aceptado siempre por todos. Nunca tuvo palabras con nadie ni nadie las tuvo con él.
En cuanto a su relación con el Felipe II, al ser obrero principal de la obra que era la debilidad del monarca, podría pensarse que esto se suponía privilegios, como quiera que el nunca los buscó nunca los tuvo, incluso teniendo en cuenta que intentaron hacerle llegar regalos a sabiendas que su opinión contaba mucho para el Rey, pero el siempre los rechazó displicentemente.
Felipe II no sólo sabía de la sabiduría de fray Antonio en el campo de la arquitectura, desde el punto de vista constructivo, sabía que era de fiar incluso en sus juicios que podríamos llamar de peritaje, como en el caso en el año de 1577, estando el Rey en el monasterio, una rayo incendió una de las torres y todos temían que pudiese caer en algún sitio que hiciese más daño, fray Antonio vaticino, analizando la estructura y los elementos que soportaba aquel chapitel dijo que todo caería hacia el jardín, haciendo poco o ningún daño, pudieron tanto sus razones para el Felipe II, que ordenó que lo dejarán así. Por supuesto la estructura cayó en el jardín.
Como todos los que hemos pasado nuestra vida entre cascotes y andamios, fray Antonio tuvo algún accidente, alguna vez cayó de un andamio, otra vez un ladrilló le cayó en plena cabeza, pero el hecho que más avivó la creencia de hombre predestinado por Dios fue el que pasó cierta vez que estando la basílica aún en obras aunque ya abierta al culto, una anciana mujer que se dirigía a rezar tenía que pasar por el mismo sitio que fray Antonio, como quiera que el paso era muy estrecho y el paso de la mujer harto lento, dejó atrás los protocolos y pasó antes que ella, cuando ella pasó una viga se desplomó segando la vida de la mujer. Esta terrible casualidad fue toma da por todos como una señal del destino de fray Antonio. En incluso, siendo hombre religioso y creyente, nunca alentaba estas cosas. En una ocasión, siendo ya anciano, tenía una herida gangrenosa que no curaba en un brazo por debajo del codo, de forma que todos pensaban que el brazo lo iba a perder, puesto que la herida suponía un cáncer incurable. Una noche, fray Antonio sintió que alguien en la soledad de su celda tocaba su brazo, que al día siguiente, se presentaba totalmente curado. Fray Antonio contó esto a su amigo y biógrafo fray José de Sigüenza, diciéndolo que el pensaba que la visita era del propio San Lorenzo, y le pidió que le guardara el secreto, lo hizo, pero no pudo por menos de escribirlo en su libro La Fundación del Monasterio de El Escorial, del que ha sido sacado la mayor parte de los datos que contiene esta somera biografía.
Fray Antonio de Villacastín ejerció su trabajo de constructor, su ejemplar dedicación al estudio y a la vida monástica hasta el 3 de marzo de 1603, cuando, nonagenario, en la soledad de su celda, con cataratas que casi le cegaban, le llegó la muerte.
 
 
 
   
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario