jueves, 28 de febrero de 2013

La historia de Orton.

Transcribo a continuación, con el título "La Historia de Orton", el texto que escribió Tomás Álter para el prólogo de "Gestión de Obras", sin duda lo mejor de la obra, un texto lleno de sabiduría que demuestra un gran respeto hacia todos aquellos que nos dedicamos a construir edificios.





Orton fue un caballero de la antigüedad, elegido por su rey para buscar el árbol de la sabiduría, un árbol cuyos frutos, según la leyenda curaban cualquier clase de enfermedad a quien los comiese, lo liberaban del envejecimiento y le otorgaban la inmortalidad. El rey encargó a Orton que encontrara ese árbol, y que trajera sus simientes para sembrarlas en el huerto de su palacio, y conseguir así los beneficios que reportaban. Orton, a pesar de su juventud, fue elegido por su nobleza y su probada fidelidad, toda la corte confiaba en que había sido elegido cumplidamente para la misión encargada.

El inmaduro caballero viajó durante años recorriendo numerosos países y preguntando por tan extraordinario árbol, algunos lo tomaban por perturbado, otros para burlarse de él lo enviaban con pistas simuladas al confín de la tierra, y algunas personas, las menos, de buen corazón le decían la verdad al joven Orton: «Esos son fábulas», «No existe tal árbol», o, «Abandona tu absurda averiguación.» Pero Orton, era disciplinado y quería merecer la confianza que su rey había en él depositado y seguía buscando, confiado en llegar a encontrar el árbol maravilloso. Aun así, llegó un momento en el que casi había perdido la esperanza y pensaba ya en regresar, anunciar su fracaso y aceptar castigo si es que fuese deseo del rey imponerle alguno, amén de la vergüenza de no haber completado su misión. 
Encontrábase en oriente, después de haber recorrido cientos de leguas hacia ese viento y hacia mediodía, y haber hablado con toda clase de gente, habiéndose sumido en una desazón tal, que había descuidado su propia salud. Fue entonces cuando se topó con un anciano, que a Orton le pareció un sacerdote o un noble. Aquel hombre, al adivinar la tristeza y la pesadumbre del joven, le preguntó: «¿Qué te pasa muchacho?» El joven le imploró: «¡Oh, buen monje! ayúdame, ten compasión de mí, pues estoy desesperado.» Elam, cual era el nombre del anciano, le dijo que no era sino un maestro artesano, y le preguntó por la razón de su desesperación. Orton volvió a contar lo que cientos de veces había ya contado a lo largo de su viaje: el encargo de su rey, y la infructuosa búsqueda del árbol, y de cómo todo el mundo se había burlado de él. Elam se echó a reír, y el joven temió otra nueva burla pero no fue así. El maestro le explicó la verdad de lo que él andaba buscando, apiadándose de la pureza de su corazón, de su nobleza y en parte también de su ingenuidad. Le explicó que el árbol que andaba buscando, el llamado «árbol de la sabiduría», en realidad no era un árbol propiamente dicho, sino el nombre que los sabios le daban a la sabiduría. Era una forma de hablar entre ciertos maestros, ya que sólo el que conoce la sabiduría la puede comprender, y apelar al «árbol de la sabiduría», era una cierta clave entre los sabios de oriente. Esto, había, por lo que se ve, transcendido de forma que todo el mundo hablaba de dicho árbol como si de un auténtico árbol se tratara, pero sólo los que conocen la lengua de los sabios entienden la verdad de su significado. Los maestros y sabios le dan a la sabiduría el nombre de árbol, o de río, o de océano, según en los términos en que quieran referirse a ella. «El fruto del único árbol que yo puedo ofrecerte es el de mi trabajo y mi conocimiento, si los quieres, están a tu disposición», dijo Elam. 
Elam, no era sino un maestro constructor y estaba entonces dirigiendo la construcción de un templo. Llevó a Orton al lugar de las obras, le proporcionó un aposento, y lo puso bajo el cargo de un artesano para que fuera su ayudante y aprendiera el oficio. Elam, cuando creyera oportuno, hablaría con él, le preguntaría lo que había aprendido y le enseñaría también algunos conocimientos.

El primer maestro y tutor de Orton se llamaba Tulio, un maestro cantero, quien le enseñó a conocer los secretos de la piedra. Aprendió a extraer la piedra de la cantera, con todos los cuidados que había que tener, colocando cuñas de madera en las grietas, aprendiendo también a transportarlas. Tulio le explicó como podría encontrar y diferenciar otros tipos de piedras, las que eran más blandas y porosas o las más duras y compactas, las de más o menos precio, así como lo adecuado de cada una, para fábricas o pavimentos. Tulio parecía conocer todas las distintas piedras de la tierra, y Orton pensaba que Tulio era el hombre más sabio que había conocido en su vida, puesto que de Elam no había hasta entonces recibido muchas enseñanzas, y quedaba absorto cuando le explicaba el origen y la formación de las rocas: las que se habían formado por causa del fuego de las profundidades, las que se habían formado por la unión de distintos materiales de la tierra,  las que se habían formado por la erosión del aire y las que se habían formado por la transformación que el agua había hecho en otros elementos. Ya que la mayoría no existían en aquella región, Orton pensaba que Tulio había debido de recorrer todas las canteras del orbe en su juventud. Le enseñó a diferenciar las piedras que debían utilizarse en forma geométricas o escuadradas y las que serían toscas o irregulares para otras fábricas de mampostería, también le explicó las rocas que habría que desechar puesto que aunque parecieran enteras y sólidas, en su interior podría adivinarse una fractura. Tulio le proporcionó unos estadillos, que hizo copiar en pergamino a Orton, en los que figuraban los distintos tipos de piedra y las proporciones que debían guardar cuando fueran utilizadas. Aprendió a labrar la piedra, a sacar la montea y a utilizar la saltarregla y el baibel. Cuando Orton labró su primer sillar, Tulio le indicó que debía grabar su marca de cantero, Orton grabó una runa con la que empezaba el nombre de su madre, que volvió a grabar en todas las piedras que labró durante el tiempo que trabajó con Tulio, y después a lo largo de toda su vida.

Después trabajó con un carpintero, de nombre Danheb, quien le enseño a cortar y a ensamblar la madera, y a fabricar una cimbra para colocar las piedras que ya sabía cortar, y también a quitar las cimbras, para lo cual colocaba en las bases unos saquitos llenos de arena. Le enseñó a fabricar puertas y ventanas, y entonces Orton entendió algo más de porqué se daban cierta formas a las piedras, y que siempre se había preguntado por su utilidad, tales como aquellas llamadas gorroneras, que tenían unos huecos donde apoyaban las grandes puertas del templo, y servían para que encajaran en ellas y pudiesen girar, y otras de diversos tipos. Aprendió a cortar y a ensamblar la madera, operación para la que nunca se utilizaban otros elementos que no fuera la propia madera, como clavos o tachuelas de metal. Danheb solía decir, «el cantero sólo usa la piedra, y el carpintero sólo la madera.» Orton se ejercitó en todos los trabajos de carpintería de taller y de armar, y aprendió a cuidar y hacer sus herramientas y ataperfiles. Danheb le llevó a los bosques, dónde crecían cedros, cipreses y hayas. Le enseñó a distinguir cada árbol, y el tipo de madera de cada uno, y lo adecuado de ella. Le enseñó que los árboles deberían se cortados después de comenzado el otoño y antes de que terminase el invierno, y mejor que ningún momento era el menguante de enero, puesto que en otra época la madera está viva, y no sería muy adecuada pues al secarse tendía más poros. Le enseñó a cortar los árboles, operación que no debía hacerse nunca de una vez, sino haciendo un corte en redondo hasta el corazón del árbol, dejándolo así un tiempo, a fin de que la humedad inútil, rebosando por el sámago, impida que muera la savia y  estropee la madera. Danheb también conocía los árboles de otros reinos, aunque nunca los había utilizado, y también sabía los árboles que podrían plantarse cerca de una edificación, pues sus raíces no serían perjudiciales y los que podrían dañar a la fábrica y por tanto habría que evitar, los que conservarían el follaje en invierno y los que lo mudarían hasta la primavera. La sabiduría que Orton encontró en Danheb, le hizo dudar sobre cual de sus hasta entonces dos maestros era más sabio.

Una vez conocido el oficio de carpintero, Elam lo llevó junto a Madakeb, el maestro albañil, encargando que trabajara con él y aprendiera, a trazar muros y escaleras, a construir las bóvedas, que no se hacían de piedra, sino de materiales cerámicos, tejas y ladrillos, para que fuesen resistentes y ligeras, a trazar los pilares y los muros. Le enseñó Madakeb el espesor que debían tener los muros de acuerdo con la altura, así como las diferentes trazas de arcos, cuyas piedras ya sabía cortar, y cuyas cimbras ya sabía montar y desmontar. Aprendió fabricar ladrillos y también adobes, a colocar ordenadamente los ladrillos en los muros, gustándole mucho esta disciplina de la construcción, ya que cuando la comparaba con el trabajo de cantería presentaba la diferencia de que la piedra se adaptaba a la fábrica en orden y forma, pero cuando se trabajaba con ladrillo, todo era una cuestión de buen orden y correcta distribución que había que llevar a cabo con piezas todas iguales, lo que le parecía un ejercicio divertido. Madakeb le explicó que el ladrillo, al ser menos resistente que la piedra, debe ser dispuesto con más cuidado, y que si así se hacía bien y siguiendo las reglas de la buena disposición que el le enseñaba, podría construir cualquier fábrica, solamente con este material y que sería tan resistente como si hecha de piedra fuese. Madakeb le enseñó a trabajar la cal, desde la obtención de las piedras de cal en la cantera hasta la fabricación del material en los hornos, así como luego el cuidado de apagarla para su utilización en las llamadas bascas. Aprendió también a conocer la arena con la que hacer el mortero, y los distintos tipos de enlucidos, revocos y estucos. También conoció el yeso, como debía ser extraído y molido, y los trabajos de ornamentación que con este material podrían lograrse.

Aprendió otros oficios, como a fundir metales, a mezclar los colores y obtener pigmentos, a construir máquinas para elevar grandes pesos, a fabricar y trabajar el vidrio, a transportar y almacenar agua, a proteger las obras en invierno, a conocer las proporciones de los edificios, así como la elección de los lugares en que debían asentarse, y en éstos a distinguir los terrenos sanos y como debían ser las cimentaciones, así como la  orientación del edificio, también aprendió la ciencia de los números, la geometría y la música, a distinguir la procedencia de los vientos, y a conocer las órbitas del sol, de las estrellas y de los cinco planetas, y a calcular el tiempo por medio de relojes de sol y de arena.
Orton se sentía a gusto entre aquellas gentes, tanto como nunca lo había estado entre las gentes de su reino, ni entre los hombres de armas de los que había recibido educación ni entre los nobles a los cuales pertenecía, pues siempre le parecieron codiciosos y pasaban más tiempo dedicados al ocio que al trabajo. Al tiempo que iba avanzado en el conocimiento del arte de la construcción, el templo se iba terminando. Convivió con sus compañeros de trabajo, aprendió el respeto que los aprendices tenían por los maestros, se dio cuenta de la ayuda que se prestaban entre ellos y le sorprendió que cuando apareciera en el grupo un artesano extranjero o desconocido nunca era tratado como un extraño, sino que siempre era aceptado en el grupo como un igual. En las obras y en las canteras trabajaban numerosos esclavos, pero, salvando su condición suficientemente penosa por la falta de libertad, no recibían otros maltratos, y muchos eran manumitidos.

Cuando alguna persona poderosa de aquel país visitaba las obras del templo, el rey o un gran sacerdote o un gobernador, a los que Orton ya conocía, por el tiempo que llevaba en la fábrica y en la cantera, solamente hablaban con el maestro Elam, y Orton comprobó el gran prestigio que tenía aquel hombre en la sociedad, siendo respetado por el rey o el gobernador no solamente como un gran constructor sino como un hombre verdaderamente sabio. El maestro Elam era tan respetado en la corporación que nadie pensaba mal de Orton, aunque todos sabían que disfrutaba del privilegio de ser uno de los favoritos del maestro: si el maestro lo había elegido, sus razones no se discutían, y la verdad es que aquellos hombres, no lo discutían ni en sus pensamientos. Trabajaban siempre con alegría y orgullo, y si se equivocaban sus maestros les corregían, pero nunca les reprendían de forman vehemente o desconsiderada, sino que les enseñaban a aprender de los errores. El maestro decía a menudo «el que trabaja, tiene derecho a equivocarse,  aun la obligación de reparar el daño de sus errores.» 
Cierta vez que se hallaba el gobernador visitando las obras, no lejos de donde se encontraba la comitiva, cayeron unas dovelas de piedra, que estaban siendo izadas por un ingenio de poleas. El hecho produjo un cierto nerviosismo, y el gobernador exigió a Elam que le dijese quien era el responsable de aquel desastre, Elam dijo: «Señor, yo soy el responsable.» El gobernador no dijo nada, y nunca más se habló del incidente. Se trabajaba y se vivía en un ambiente muy agradable. Todos parecían gozar con el crecimiento de la obra, deseando que el templo fuera el mejor que hasta ahora se habría construido, incluso sabiendo que cuando estuviera terminado, tendrían que abandonar aquella ciudad, y algunos hasta podrían perder su trabajo. 
Habían pasado casi diez años cuando Elam, directamente tomó a Orton como ayudante, y además de completar su formación en filosofía y en historia, comprobó que era digno de llegar a ser un maestro constructor, cosa que Elam había percibido desde el primer momento en que se conocieron. En ese tiempo, las numerosas conversaciones que había mantenido con el maestro le enseñaron que la verdadera sabiduría tienes que buscarla en ti mismo, no en los demás. Cada día que había tenido la dicha de compartir un rato con el maestro, Orton anotaba por la noche, en un pergamino lo que este le había dicho. Supo entonces que sólo encuentra la sabiduría quien la busca, quien reconoce su propia ignorancia y de ahí parte hacia el conocimiento, siendo esta la primera muestra de sabiduría. La sabiduría pues, se puede tener desde el primer momento que uno quiera tenerla, y se deja de tener cuando se ha creído alcanzarla, y es sabio quien esto nunca olvida. Aunque también para llegar a ser sabio, es  necesario experimentar ciertas vivencias y dejarse algunas veces la piel en ellas, y aún sufrir y sortear peligros, tampoco la sabiduría es gratuita. La sabiduría se alcanza también por el corazón, por el instinto y por la confianza, por eso el hombre sabio siempre se muestra sereno y alegre. Aprendió Orton también que a la sabiduría hay que darle una utilidad, no basta solamente con alcanzarla, también hay que saber transmitirla, de forma que es más sabio en cualquier arte aquel que es capaz de impartir enseñanzas sobre dicha arte, y no tendrá su conocimiento quien no sepa trasmitirla. La sabiduría en alguna ciencia y oficio, se alcanza cuando este se comprende, no sólo cuando se sabe hacer, y es mucho más difícil transmitir la sabiduría que aprovecharla cuando se recibe. El hombre sabio no desprecia ninguno de sus actos, ni siquiera los que terminan en error, ya que de los errores también se adquiere conocimiento y sabiduría. El sabio denota menor admiración o sorpresa por las cosas que el ignorante, y esta una cualidad en la que se puede distinguir al sabio del ignorante. No se tiene sabiduría si no se tiene asimismo la consciencia tanto de lo que se sabe como de lo que se ignora. La sabiduría es el único bien que no puedes perder, y de alguna manera puede decirse que un hombre no es más que lo que sabe. No existe sabiduría dónde se desprecia la libertad y la justicia, con las que está siempre ligada.

Aprendió de aquel maestro que es mejor sabio aquel que transmite los conocimientos junto con sus experiencias, que para construir edificios había que tener una sabiduría especial, puesto que era una conjunción entre trabajo manual y trabajo intelectual, además se realizaba entre muchos hombres, todos con funciones y trabajos distintos pero complementarios, ningún trabajo era independiente del otro. No todos los sabios son constructores, pero los buenos constructores son siempre sabios.

Una vez, paseaban Elam y Orton por un páramo, y el maestro le mostró un árbol, que crecía frondoso y fuerte en aquel paraje desolado. Elam preguntó a Orton si conocía aquella especie, y Orton la reconoció como una acacia, según las enseñanzas de Danheb, el maestro carpintero. Nunca habían utilizado su madera en la construcción, aunque sabía que era de buena calidad, dura y noble, así como su muy apreciable resina de la extrae la goma, e incluso sus semillas. «Has aprendido bien el oficio», dijo Elam a Orton, y añadió, «Ahora, déjame un rato solo».  Orton se separó cincuenta pasos, y vio como Elam se sentaba bajo la acacia, haciendo meditación durante un rato. Elam llamó entonces a Orton, quien se acercó. Elam recordó a Orton el día en que se habían encontrado, y le dijo: «si algún árbol hay de la sabiduría, este ha de ser la acacia, por lo que simboliza, porque puede crecer en terreno desértico, y es difícil de encontrar, pero cuando se encuentra, se comprueba que crece fuerte y con vitalidad. La acacia es el símbolo de los maestros constructores, porque bajo una acacia como esta enterraron al maestro de los maestros, hace muchos siglos. Cada vez que veas una acacia te pido que recuerdes el ideal de justicia y fraternidad que entre nosotros has aprendido, en el poder de resistencia que tiene para sobrevivir y florecer y la tolerancia que manifiesta con las plantas que puedan crecer a su alrededor. Es el árbol emblema del paso del tiempo, ya que su resistencia hace que sea capaz de acabarlo todo. Es el árbol emblema de la belleza en todo momento, al igual que belleza tienen nuestras obras. Es el árbol emblema de la delicadeza y la fortaleza, de la luz y de la sombra. Es el árbol emblema de la libertad, porque sus hojas se pueden mecer todo el tiempo al viento, sin que el viento las destruya, porque nunca la libertad ha sido destructora, ya que sobre ella se edifica, no se daña. Ahora bien, como ya sabes, sus frutos, que todo lo curan, que hacen al hombre inmortal puesto que le harán pervivir, que le liberarán de la vejez, puesto que nunca un hombre sabio deseó ser joven, no los podrás encontrar como otros pendiendo de sus ramas, los tendrás que buscar en ti mismo, querido Orton.» Y después, tras decirle la clave de los maestros, le dijo que podría marcharse cuando quisiera a su país.

Orton se despidió de Elam, con gran copia de lágrimas que no le parecieron más de pesar que de gozo, y cuando llegó a su reino, se dio cuenta que casi nadie le recordaba. Supo que el rey había muerto, y que no tenía ya sentido presentarse ante el nuevo rey para contarle el motivo de su viaje, ni el extraño encargo de su antecesor, así como su antiguo lugar de privilegio en la corte, que ya no deseaba. Había, sin duda, alcanzado la meta que su señor le envió a buscar, pero ya no tenía sentido lo que el había imaginado en su partida: grandes honores, riquezas y privilegios que el rey le otorgaría. Ya no quería nada de eso, no sabía porqué, su orgullo juvenil y su, aunque noble, altanería, habían desaparecido, estando revestidos de modestia y humildad todos sus actos, incluso su sencilla forma de vestir, y sus nulos excesos en la comida. La parquedad y la sobriedad cubrían todos sus hábitos. Orton era ya un constructor, y no podía hacer otra cosa. Ingresó en una sociedad local de constructores, diciendo que conocía el oficio al solicitar el ingreso, y se dio cuenta que los constructores de su país se parecían mucho a los constructores de oriente, dónde él aprendió el oficio. Enseguida le aceptaron, mostrándose receptivos a sus enseñanzas, ya que conocía artes que para los constructores locales eran nuevas, y siguió aprendiendo muchas cosas, entre ellas una habla muy particular que existía entre  ellos, y que ellos decían habla «argótica», pues argot era toda habla particular de los individuos que practican el mismo oficio, y así llamaban los constructores a la lengua de germanía usada solamente entre ellos y que él antes había oído pero no comprendía, y que por eso vino a comprender como se empezó a denominar la forma de construir de su tiempo como su propia habla: arte gótica. Nunca estuvieron recelosos, progresó y llegó a ser maestro de obras y el maestro mayor de su corporación, y mejor que ninguno en el arte de dibujar y de esculpir figuras en la piedra. Viajó por numerosos reinos y vino a construir palacios y templos, enseñó a muchos jóvenes el oficio y sobre todo a distinguir entre todos los demás el árbol de la sabiduría.

Todos en un momento determinado de nuestra vida hemos querido tener un maestro, como Orton lo tuvo o como otros tuvieron a Orton, y seguramente en algún sentido o en alguna faceta lo hemos tenido, y cuando hemos estado lejos de él hemos notado que nos ha faltado algo. En realidad, es bueno tener un maestro, yo diría que es imprescindible, pero para llegar al verdadero conocimiento el maestro debe dejar que el alumno recorra el camino que le corresponde por si mismo, y que una vez recorrido, hará que se pueda convertir en maestro a su vez. Esa es la esencia del aprendizaje, de alcanzar una cierta sabiduría en un oficio. Por eso, también hay que trasmitir los conocimientos por escrito. La construcción ha sido durante siglos un arte de transmisión interna, y eso ha hecho que se mantenga una cierta pureza en las formas y en las costumbres. Pero eso no debe oponerse a que se escriba, por que lo que se escribe permanece, lo que se escribe se lee, tarde o temprano.


Ars et Via




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